Hay momentos del año en los que la mente se vuelve especialmente dura consigo misma. Sin previo aviso, aparecen pensamientos que se repiten con insistencia y que pesan más de lo habitual: debería haber hecho más, debería estar en otro lugar, debería sentirme distinto a como me siento ahora. No siempre vienen acompañados de tristeza evidente, pero sí de una sensación persistente de insuficiencia, como si el esfuerzo realizado nunca terminara de ser suficiente, como si siempre faltara algo por cumplir.
Este fenómeno, al que muchas personas llegan casi sin darse cuenta, podría llamarse el tiempo de los “debería”. Es una etapa en la que la comparación se intensifica, la culpa encuentra terreno fértil y la autoexigencia adopta un tono más severo. Hacer balance deja de ser un ejercicio consciente y se transforma en un juicio interno constante, uno que no concede pausas ni matices. La vida comienza a evaluarse desde una lógica rígida de resultados: lo que se logró, lo que no se alcanzó, lo que otros sí consiguieron, lo que “ya tendría que estar resuelto”. Según datos del Observatorio de Salud Mental y Bienestar Psicológico (2024), más del 55 % de las personas experimenta un aumento significativo de pensamientos autocríticos durante periodos de cierre y transición, especialmente relacionados con metas personales, estabilidad económica y decisiones de vida.
En este contexto, la comparación no siempre ocurre hacia afuera. Con frecuencia es interna. No nos medimos únicamente con otros, sino con versiones pasadas o idealizadas de nosotros mismos. Nos comparamos con quien creímos que seríamos, con los tiempos que pensamos cumplir, con la vida que proyectamos años atrás. Esta comparación silenciosa no impulsa; desgasta. No genera claridad, sino una sensación persistente de ir tarde, de estar incompletos, de vivir permanentemente en deuda con una expectativa que nunca termina de definirse. El problema no es no haber llegado a todo, sino haber creído que llegar a todo era una obligación incuestionable.
Detrás de cada “debería” aparece casi siempre la culpa. Culpa por descansar cuando aún hay cosas pendientes, culpa por no rendir más, culpa por no haber tomado ciertas decisiones antes, culpa incluso por no sentirse agradecido todo el tiempo. Es una culpa que muchas veces no se nombra, pero que se instala de forma silenciosa y va moldeando la relación con uno mismo. Esta dinámica impacta directamente la salud mental: minimiza los logros reales, invalida el cansancio legítimo y refuerza la sensación de insuficiencia constante. El Instituto Latinoamericano de Psicología Clínica (2025) advierte que la autoexigencia sostenida está estrechamente relacionada con ansiedad, insomnio, fatiga emocional y una marcada dificultad para disfrutar incluso aquello que sí se ha conseguido.
La autoexigencia extrema no aparece de manera espontánea. Es un hábito aprendido. Se forma en entornos donde el valor personal estuvo condicionado al desempeño, al resultado o a la aprobación externa, y se refuerza en una cultura que premia la productividad constante mientras desconfía de la pausa. Con el tiempo, esa exigencia externa se transforma en una voz interna que no descansa, que evalúa permanentemente y que rara vez reconoce el esfuerzo sostenido. Así, incluso en momentos que podrían ser de calma o reflexión, la mente continúa operando desde la presión y el control.
Cuidar la salud mental implica, en muchos casos, aprender a cuestionar ese diálogo interno automático. Cambiar la pregunta puede marcar una diferencia profunda. Pasar del “¿por qué no hice más?” al “¿qué he sostenido durante todo este tiempo?”, del “¿por qué no llegué?” al “¿qué aprendí en el proceso?”. No se trata de conformismo ni de resignación, sino de autocompasión consciente, una forma de mirarse que reconoce que el contexto emocional, las circunstancias personales y las cargas invisibles también forman parte de cualquier balance honesto. Procesos de reflexión guiada, como los que se trabajan en ANORMAL, invitan justamente a desarmar esa narrativa rígida del “debería” para construir una mirada más realista, más humana y más coherente con la propia historia.
No todo se mide en resultados ni todo se resuelve en un solo ciclo. No todo llega cuando se planea ni de la forma esperada. Tal vez este no sea el momento de exigirte más, sino de escucharte mejor. De reconocer lo que sí fue posible, de valorar la resistencia silenciosa, de aceptar que avanzar también implica detenerse. Los “debería” hablan de expectativas; la salud mental necesita comprensión. Y a veces, el mayor logro no es haber llegado más lejos, sino no haberte perdido en el camino mientras intentabas hacerlo todo.